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29 Oct 2025 |

Del Estado rentista a la crisis de legitimidad: el caso de Bolivia

| Artículo periodístico

Durante los primeros años del siglo XXI, Bolivia fue presentada como uno de los grandes éxitos del giro a la izquierda latinoamericano. El liderazgo de Evo Morales y el proyecto del Movimiento al Socialismo (MAS) lograron consolidar un modelo de desarrollo estatalista, redistributivo y soberanista, que combinó nacionalismo económico y socialismo. Sin embargo, dos décadas después, ese modelo muestra claros signos de agotamiento estructural ya que el país atraviesa una crisis multidimensional (económica, política y social) que pone en duda la continuidad de aquel ciclo histórico que definió la identidad política del estado plurinacional. Lejos de tratarse de una simple alternancia electoral, lo que se jugó en las últimas elecciones fue el fin de un proyecto que estructuró la vida nacional durante casi 20 años. El progresismo boliviano no solo fue un programa de gobierno, sino una narrativa de nación: una forma de entender la relación entre estado, pueblo y recursos naturales. Su erosión actual refleja, por tanto, una crisis de legitimidad profunda, en la que se entrecruzan los límites del modelo rentista, la fragmentación de las elites políticas y las nuevas demandas de una sociedad en transformación.

EL ASCENSO DEL MAS Y LA REFUNDACIÓN DEL ESTADO. La llegada de Evo Morales al poder en 2006 representó un punto de inflexión histórico. Por primera vez, un líder indígena y sindicalista accedía a la presidencia en un país históricamente dominado por élites mestizas y criollas. Su triunfo fue el resultado de una década de movilizaciones sociales (la guerra del agua en Cochabamba (2000), la guerra del gas (2003) y la caída de Sánchez de Lozada) que expresaban un profundo rechazo a las políticas de los años noventa de un tinte más liberal. El MAS capitalizó ese descontento y la transformó en un proyecto de reconstrucción nacional. La nueva constitución de 2009 fundó el estado plurinacional de Bolivia, reconociendo la diversidad étnica y cultural, ampliando los derechos sociales y revalorizando la soberanía sobre los recursos naturales. La nacionalización de los hidrocarburos, la expansión del gasto público y los programas de transferencias (como el Bono Juancito Pinto o la Renta Dignidad) consolidaron la legitimidad del régimen. En sus primeros años, el modelo pareció exitoso: crecimiento sostenido del PBI (superior al 4% anual), reducción drástica de la pobreza (del 60% al 35%) y estabilidad política. Bolivia pasó de ser un país periférico y convulsionado a convertirse en referente regional del “socialismo andino”.

EL MODELO RENTISTA Y SUS LÍMITES ESTRUCTURALES. El éxito del MAS se sustentó sobre un pilar central: la renta gasífera. El ciclo de altos precios de las materias primas (2005-2014) permitió al estado captar ingresos extraordinarios a través de la nacionalización y de un esquema impositivo favorable. Con esos recursos, el gobierno financió políticas sociales, inversión pública y un aparato burocrático en expansión. Sin embargo, este modelo era altamente dependiente del contexto internacional. Cuando los precios del gas y los minerales comenzaron a caer y la demanda de Brasil y Argentina se contrajo, la economía boliviana perdió su principal fuente de divisas. La falta de diversificación productiva, el escaso desarrollo industrial y la débil capacidad tecnológica expusieron las vulnerabilidades del modelo extractivista. Hoy, Bolivia enfrenta un déficit fiscal crónico (Superior al 7% del PBI), reservas internacionales en mínimos históricos y una creciente escasez de dólares que afecta la importación de combustible y bienes básicos. El estado, que durante años actuó como motor de crecimiento, se ve ahora asfixiado por su propio gasto y por la caída de sus ingresos externos. El rentismo, que en su momento fue la base del poder del MAS, se ha convertido en su principal talón de Aquiles.

FRAGMENTACIÓN POLÍTICA Y CRISIS DE LIDERAZGO DENTRO DEL MAS. El desgaste económico coincidió con una fractura política que hoy divide profundamente al oficialismo. El MAS, que en su origen fue una coalición amplia de movimientos sociales, campesinos, sindicales e indígenas, se transformó con el tiempo en una máquina electoral centralizada en torno al liderazgo de Evo Morales. La disputa actual entre Morales y el presidente Luis Arce es el síntoma de una crisis más profunda: el enfrentamiento entre dos formas de entender el proyecto. Morales representa la vieja épica revolucionaria, basada en el liderazgo carismático, la movilización de masas y la confrontación con las elites tradicionales. Arce, en cambio, encarna un progresismo más tecnocrático y moderado, que busca estabilizar la economía y dialogar con el sector privado. Esta pugna no sólo ha debilitado al oficialismo, sino que ha dejado al país en una situación de parálisis institucional. El MAS ya no funciona como fuerza unificadora: se ha convertido en un campo de batalla interno. Los sectores populares que alguna vez lo sostuvieron hoy se encuentran divididos y desencantados, mientras la oposición, fragmentada, no logra construir una alternativa sólida hasta estas elecciones pasadas. El resultado es un vacío de liderazgo, donde la política se reduce a la administración del conflicto y a la lucha por la herencia del poder.

LAS ELECCIONES DE OCTUBRE DE 2025: EL GOLPE FINAL AL DOMINIO DEL MAS. Las elecciones generales de octubre de 2025 marcaron un punto de inflexión histórico en la política boliviana. Por primera vez desde 2005, el MAS perdió de forma contundente su hegemonía en las urnas. El resultado no solo expresa el desgaste de un partido que gobernó casi ininterrumpidamente durante 2 décadas, sino también una reconfiguración profunda del mapa político y social del país. El candidato oficialista (respaldado por Evo, pero enfrentado con la facción de Arce) apenas supero el 25% de los votos, mientras que las fuerzas de oposición lograron capitalizar el descontento de amplios sectores urbanos y de las clases medias emergentes. En particular, el bloque cívico-regional liderado por Santa Cruz y una coalición de centro reformista lograron articular un discurso de modernización económica, institucionalidad democrática y lucha contra la corrupción, que resonó fuertemente entre los votantes jóvenes y urbanos.

El MAS llegó dividido, sin narrativa unificadora y con una dirigencia envejecida, incapaz de conectar con las preocupaciones actuales: inflación, inseguridad, falta de empleo y corrupción. Mientras Morales insistía en reivindicar el legado de la “revolución democrática y cultura”, el electorado reclamaba renovación, eficiencia y resultado concreto. La fractura entre el pasado épico y las urgencias del presente se hizo inocultable. Estas elecciones, además, reflejaron una transformación generacional y cultural: los jóvenes bolivianos (particularmente los de la llamada generación Z) votaron masivamente por opciones que promueven transparencia, apertura internacional y tecnología, desplazando la centralidad del discurso identitario que dominó la política desde el 2006. En un país donde más del 60% de la población tiene menos de 35 años, este cambio demográfico está redefiniendo el eje mismo de la legitimidad política. El declive del MAS simboliza algo más que una derrota coyuntural: es el cierre de un ciclo histórico. El “proceso de cambio” que transformó Bolivia en los años 2000 pierde su impulso y la política boliviana ingresa en una nueva etapa caracterizada por la fragmentación partidaria, la emergencia de liderazgos regionales y la búsqueda de un nuevo consenso nacional. Las urnas de 2025 confirmaron lo que la calle, la economía y la sociedad ya venían anunciando: Bolivia entró en una nueva era post-progresista, donde el desafío no será solo sustituir a un partido, sino redefinir el sentido mismo del estado, la representación y el desarrollo en el siglo XXI.

CRISIS ECONÓMICA, DESCONTENTO SOCIAL Y FRACTURA GENERACIONAL. La crisis económica tiene efectos directos sobre la cohesión social. El aumento del costo de vida, la escasez de productos y la pérdida de reservas generan un clima de incertidumbre. Las protestas por falta de dólares, los bloqueos de carreteras y las tensiones entre regiones (como Santa Cruz, bastión opositor y La Paz, centro político) reactivan viejas divisiones territoriales. Pero hay un elemento nuevo: la generación Z que ya no se identifica con el relato del MAS. Para quienes crecieron después del 2006, los logros del proceso de cambio son historia pasadas. Su experiencia está marcada por el estancamiento económico, la precarización laboral y la frustración frente a un sistema político cerrado y poco meritocrático. A diferencia de los movimientos indígenas y campesinos que impulsaron el ascenso de Morales, las nuevas generaciones expresan su descontento en clave cívica y digital, no en movilizaciones sindicales. Ven al estado más como un obstáculo que como un protector. Este cambio cultural es clave: la hegemonía simbólica del progreso se está disolviendo en una sociedad que demanda modernización, eficiencia y renovación institucional.

ESTADO DÉBIL, CRIMINALIDAD Y CRISIS DE AUTORIDAD. Otro factor que agrava el panorama es la erosión de la capacidad estatal. Bolivia enfrenta un aumento sostenido del contrabando, el narcotráfico y la corrupción. Las instituciones judiciales, fuertemente politizadas, carecen de legitimidad; la policía y el sistema penal están sobrepasados y las regiones fronterizas se han convertido en corredores de economías ilícitas. Esta expansión del crimen organizado no es ajena a la crisis política: el debilitamiento del estado y la fragmentación del poder abren espacios para actores informales y para redes criminales con fuerte penetración territorial. La “crisis de gobernabilidad” no es solo una disputa entre facciones del MAS: es una crisis del estado mismo, incapaz de sostener la autoridad y el monopolio legítimo de la violencia. En este sentido, el agotamiento del ciclo progresista no solo es económico o electoral: sino moral e institucional.

- Nicolás Figueroa.

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